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DÈJÂVU

22 - 09 - 2020 POR :    Filial FCBC Pinar del Río  
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Vivir la experiencia de una pandemia tan abrasiva y dolorosa como es la Covid-19, no ha sido tarea fácil para ningún ser humano, sin embargo, nuestros artistas han contribuido a hacerla más llevadera, permitiéndonos apreciar el valor que tienen todas sus manifestaciones para aliviar el alma, el espíritu e incluso, en la medida más escéptica, una mente abrumada.

 

¡Gracias!

 

La Galería Vallesoy, perteneciente a la Filial pinareña del Fondo Cubano de Bienes Culturales, sita en calle Salvador Cisneros No. 135, Viñales, abre sus puertas a un otoño inédito y excepcional, en todo el sentido de la palabra. Dibujo, pintura, grabado, escultura se abrazan en un solo espacio creativo para componer DÈJÂVU, nombre de la nueva muestra colectiva que reúne desde septiembre hasta diciembre del 2020, a una veintena de obras de 17 artistas visuales de renombre dentro y fuera del panorama de ese territorio. 

 

En ella confluyen generaciones, estilos y tendencias diferentes, marcadas con recelo por sus protagonistas y “forzando” una nueva mirada a la aparente familiaridad que muestran las cosas a su alrededor, quizás con la expectativa de que de pronto revelen o anticipen algo sumamente extraño o novedoso que antes se había pasado por alto.

 

Palabras del catálogo

 

Volver a mirar todo con ojos nuevos

 

A todos nos ha paralizado alguna vez esa sensación, muy intensa, si bien confusa y fugaz, de que cierta expresión, cierta sucesión de ademanes muy precisos sobre el fondo de imágenes, sonidos y eventos aleatorios, se nos manifiestan repentinamente como si estuviesen indefectible e íntimamente encadenados entre sí y con nuestra memoria. Con toda probabilidad se trata de un gesto o suceso inédito e irrepetible, y, sin embargo, podríamos asegurar que ya hemos estado en ese lugar, que todo aquello que acontece a nuestro alrededor en ese justo instante ya lo hemos vivido exactamente de la misma manera, en un tiempo quizás remoto. A este ficticio rompecabezas de reminiscencias con el que juega a confundirnos nuestro cerebro, o mejor, este delirante collage hecho con retazos de sueños y de cosas vividas en el que resulta imposible delimitar unos de las otras –algunos psicólogos catalogan el fenómeno como una especie particular de paramnesia- se le conoce comúnmente como déjà vu, expresión francesa que en español significa “ya visto”.

 

Como quien hace un ejercicio de memoria y se detiene a reconsiderar la aparente familiaridad que muestran las cosas a su alrededor, con recelo y forzando una nueva mirada, con la expectativa de que de pronto revelen o anticipen algo sumamente extraño o novedoso que antes se había pasado por alto, la Galería Vallesoy abre el otoño de 2020 tan inédito y excepcional, en todo el sentido de la palabra (en medio de una pandemia de proporciones bíblicas, y de un mundo que se agita, convulsiona y se vuelve tan impredecible política, económica y socialmente, como la suerte en los dados al interior del cubilete), con una exhibición que busca precisamente revisitar zonas de lo conocido en las artes visuales hechas desde Pinar del Río. Con la exhibición colectiva Déjà vu se hace un alto para entender y valorar -lo cual incluye, cómo no, también cuestionar- nuestra zona de confort, en medio de la voracidad con la que todo cambia a nuestro alrededor.

 

A primera vista se hace ostensible que a la mayoría de los artistas incluidos en esta selección no parecen motivarle los temas del momento (la COVID-19 y sus secuelas psicológicas, económicas y sociales, el realineamiento del mundo en torno a viejas y nuevas potencias e imperios globales en una nueva versión de la Guerra Fría, los cambios de paradigma y la extrema radicalización y polarización en los valores, el pensar y el actuar políticos en la era de la “posverdad” y el discurso entrópico de las redes sociales en Internet, la inminente degradación del ecosistema, el renacer de los movimientos de emancipación feministas, LGBT+ y antirracistas y el de sus antagonistas de la nueva ola conservadora de derechas, entre tantas otras cosas). Tampoco les quita el sueño el intenso debate sobre el arte actual en Cuba y el mundo, esa pertinaz llovizna teórica y crítica que lo empapa todo de revisionismos, relativismos o bien radicalismos, de nuevos llamados a nuevas revoluciones estéticas y culturales, mientras se realinean también, una vez más, las ideas y actitudes en torno a la función del artista y la creación, ya sea escorándose del lado del arte por el arte y el mercado, o del lado del “artivismo”, ambas posiciones con sus agendas de legitimización y sus demandas de militancia total.

 

La actual carencia en la región de una academia de arte, así como de suficientes publicaciones y foros de crítica cultural, garantías de un ecosistema de debate y retroalimentación teórica y crítica constantes, de incentivos para el intercambio, la experimentación, la renovación de los discursos y los diálogos intergeneracionales, ha obligado a los creadores pinareños –unas veces para bien y otras no tanto- a desandar una y otra vez los mismos caminos, y a descubrir mayormente en solitario sus propias sendas creativas. Lo han hecho como cualquier otro artista en cualquier época y circunstancia, pero por estas razones de manera más intensiva e introspectiva, armados de instinto, de la práctica sostenida y el desafío de investigar, poner a prueba y consolidar un lenguaje formal y una técnica, expresándose y experimentando a partir de sus propios descubrimientos, inquietudes estéticas y espirituales, sin el incentivo de un mercado y con pocos espacios próximos para la confrontación con sus colegas del gremio.

 

Como es de esperar, a pesar de que cualquier joven artista cuenta hoy con infinitud de potenciales referencias en la mesa buffet de la visualidad contemporánea en red, estas carencias han otorgado un papel al contexto artístico más inmediato y a la propia tradición cuya influencia no es posible subestimar. Estos trazan una línea de continuidad muy evidente en la obra de muchos artistas pinareños que han emergido en las últimas décadas. La autoridad de dichos contexto y tradición se refleja en muchas exhibiciones, la mayoría del tipo “antología” o “muestrario” de lo hecho, cuyas curadurías suelen estructurarse sobre la base mucho más segura de la oportunidad o el pretexto que ofrece la celebración de un evento o efeméride puntuales para hacer un recuento pertinente, o bien de la concurrencia de una manifestación, técnica, gremio o generación, con la consiguiente exploración mucho más intensiva del ángulo historiográfico que del estético o el más abarcadoramente cultural. Mucho menos frecuente encontramos exhibiciones que se fundan sobre la siempre arriesgada provocación al debate de una idea o temática desde la mirada del arte, asistida por las perspectivas de la sociología, la antropología, la psicología, la filosofía y otras disciplinas del pensamiento que otorgan profundidad al diálogo del arte con la vida.  

 

Cuando se habla de la tradición en este ambiente, no la definimos necesariamente por oposición a lo contemporáneo o actual. No nos referimos a la típica cantinela de la tradición que la representa como una banda sonora donde el motivo melódico y el patrón rítmico tienden a un ostinato sin sobresaltos, a la soporífera sucesión de unos pocos acordes que permanecen iterando en el tiempo sobre un fondo monótono e inamovible donde, muy de vez en cuando, suenan acaso un par de notas discordantes (aun cuando con toda justicia pudiera ser esta la representación de lo que ha sucedido en buena parte del arte hecho desde Pinar del Río en el último lustro). Hablamos de un acervo de nombres y de obras significativas y perdurables con sello propio, que ha enriquecido nuestra cultura y que aún provee de fuentes de inspiración y caminos para la experimentación a nuevos artistas.

 

Tanto las pautas de esa tradición (que desborda la pintura de paisajes, género con el cuál muchos todavía identifican –y al cual reducen- el arte hecho en la región) como los signos de lo distinto y lo más propositivo, están representados es esta exposición, donde una vez más la diversidad (de técnicas, poéticas, generaciones...) y la insistencia en su escrutinio sin brújula ni puerto de destino, quieren presentarse como su virtud principal, y donde por lo mismo resulta más llamativo para el espectador (precisamente porque se le oculta o se le niega desde la selección misma) el desafío de encontrar sinergias, contrapuntos y opuestos en ese jovial mélange tout.

 

En una mirada preliminar podríamos de inmediato dar cuenta, por ejemplo, de formas disímiles de representar lo femenino y lo erótico. Basta considerar Labranza, el lienzo de Kirenia Fernández que semeja un tapiz bordado y que recuerda al hortus conclusus donde solía representarse a las vírgenes en el medioevo y el Renacimiento, con su imagen de una ceremoniosa bailarina haciendo reverencia en primer plano. Esta contrasta con la otra bailarina, cándida pero pizpireta, de Muchacha enamorada de un ángel, de la serie Extrañas propuestas de amor, escultura en bronce de Pedro Pablo Oliva, que a su vez encuentra eco en Corcel, dibujo de Ramón Vázquez de una pareja de campesinos desnudos montados sobre un gallo fino, los tres en trance amatorio. También pudiera sobresalir el antropomorfismo como alegoría de la condición humana, social o política en obras como Desolación, de Pedro Joelvis Romero, La Cosecha, de José Luis Lorenzo, y Paradoja de la inocencia, de Yasser Curbelo. Otras formas de la alegoría pueden vislumbrarse en De lo real (maravilloso), de Yenia Barrios, en una pieza de la serie Puntos suspensivos, de Alejandro Fernández (Coki), y en Déjà vu, de Israel Naranjo. Pero dejando las coincidencias y correlaciones particulares aparte, cuando se considera de manera global, pudieran apuntarse como los rasgos más característicos de la muestra el amplio predominio en las obras exhibidas de la pintura de caballete sobre el resto de las técnicas y soportes, de los temas y entornos rurales, y en general los motivos vegetales y bucólicos (Raúl Fernández, Orlando Nodarse, Januar Valdés) sobre los urbanos (Yorlandy Fábregas, Orlando Hernández), del retrato (donde se incluye también Delfina Rodríguez) y el paisaje (rural o urbano) sobre todos los demás géneros, y del naturalismo y el realismo sobre la abstracción (que también está presente en Espacio Vital de Miguel Ángel Couret y Amanecer, de Juan Suárez Blanco) y sobre el tropo, en cualesquiera de sus variantes.

 

Acaso más que por su refinamiento técnico, es por su acertada síntesis conceptual que Déjà vu, el grabado al buril de Israel Naranjo, resulta ser una de esas obras singulares que dejan buen sabor, estimulan el pensamiento, e irradian y articulan sentidos nuevos e imprevistas formas de relacionarse al conjunto de imágenes a su alrededor; no en balde presta su título a la muestra. Su simplicidad y frontalidad son solo aparentes, son la punta de un iceberg que cada vez nos cuesta más ver, pero que está ahí, flotando ante nuestros ojos, y ganar conciencia de él puede hacer la diferencia entre seguir avanzando o hundirnos. Déjà vu yuxtapone dos piezas del rompecabezas humano de todos los tiempos que están siempre entrelazadas y en conflicto, dos dimensiones que hoy más que nunca se confunden y es preciso aprender a deslindar: lo real y lo virtual; el objeto y su representación (icónica y simbólica); lo espiritual y lo material; lo digital, que hoy permite la presencia y ubicuidad constante de lo que antaño parecía distante y ajeno, y ahora tenemos al alcance de un click, pero que acaso también nos está llevando poco a poco a la decadencia y muerte de otro tipo de presencia, la del ser humano de carne y hueso, de la comunidad verdadera en lo próximo. Naranjo nos alerta sobre la urgencia, que también lo es para el arte de estos tiempos, de aprender a diferenciar y poner en el lugar que corresponde, a la búsqueda de la felicidad de su caricatura, a la existencia, con sus complejas decisiones, interacciones, emociones y sentimientos, de su simulacro, una especie de muerte en vida donde la riqueza y vitalidad de los diálogos e intercambios que nos forjan en lo real ha sido suplantada y empobrecida por el flickeo inexpresivo de un emoji. Ese cráneo desnudo de cerebro, transido por una mueca de sonrisa, es una sombría y lúcida síntesis de aquello en lo que nos podemos convertir si continuamos enajenando y enmascarando con “likes” y frases motivacionales nuestra creciente incapacidad patológica como especie para expresar sensibilidad ante el mundo de lo real.

 

Déjà vu, la exposición, es entonces más que un mero ejercicio mnemotécnico. Aspira a formar parte (uniéndose al conjunto de exhibiciones que ha realizado la galería desde su aún reciente inauguración) de un balance nominal y también crítico de lo que se produce actualmente en la región, de nuestra capacidad de pensar y sentir el mundo y continuarlo expresando con viejas y nuevas maneras desde el arte. Lo ideal sería que esta serie de exhibiciones marcara el punto de inflexión a partir del cual podamos ya pensar, proyectar y actuar juntos, parafraseando a Wichy Nogueras, sobre “la forma de las cosas que vendrán”

 

David Horta

 

Septiembre de 2020



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